Es curioso como vamos cambiando a lo largo de nuestras vidas, primero en la infancia, somos los reyes del mundo aunque no lo sepamos; tenemos unos padres que siempre son los mejores del mundo y unos hermanos a los que muchas veces no valoramos y sentimos que incordian y molestan.
Poco a poco se va creciendo, haciendo la propia familia fuera de casa, elegida por nosotros mismos, "libremente": los amigos.
Estos se convierten en el centro de nuestras vidas, es lo más importante después de cumplir con las obligaciones, que marcan los padres. Aún en este momento, creemos que nuestros padres son los mejores, aunque se empieza a odiarlos cuando no dejan la libertad para hacer lo que uno quiera en cada momento, pero aún así necesitamos, como adolescentes, creer que son los mejores , todo esto para conservar nuestro equilibrio emocional, que siempre pende de un hilo en esta etapa.
Lo mejor viene en la adolescencia; nuestros padres pasan de ser los mejores padres del mundo a ser "los peores del universo entero", sentimos que no nos entienden, que no se preocupan de lo que sentimos, y que resulta imposible que lo entiendan aunque se lo expliques, todo esto, antes de darte la oportunidad a tí mismo de explicarlo aunque solo sea una vez, en fin...
Y nuestros amigos son idolatrados, aunque nos jueguen malas pasadas siempre estamos dispuestos a perdonarles, eso sí, solo a los amigos, a la familia aún no podemos perdonarla.
Poco a poco vamos madurando y descubriendo que nuestros padres son personas como otras, con sus defectos, sobre todo vemos los defectos, algo curioso, teniendo en cuenta que un defecto casi siempre viene acompañado por una virtud. Y solo somos capaces de ver los defectos porque nos impresiona tanto que nuestros padres, aquellos padres que en la infancia adorábamos, que nos parecían los dioses de nuestros pequeño mundo, ahora han cambiado para nosotros, y eso es difícil de superar y de perdonar.
A medida que abandonamos la juventud, siempre en contra de nuestra conciencia que sigue queriendo ser jóven, nos damos cuenta de que nos parecemos más de lo que quisiéramos a nuestros padres, sobre todo en los defectos, y eso, es casi más duro de superar que el propio hecho de que ellos los tengan, como personas imperfectas que son y que somos.
Pero llega el momento de abandonar el nido, de "volar", de agarrar las riendas de nuestra propia vida, y es en este momento cuando, empezamos a perdonarnos a nosotros mismos nuestros propios defectos, sobre todo por necesidad, por evolución, por madurez.
Y un día, sin darnos cuenta nos aceptamos, nos conocemos, y empezamos a querernos muy poco a poco, lo cual es un proceso que a mi parecer, nos lleva toda nuestra vida. Pero de repente, sin saber cómo ha ocurrido el cambio, la familia; aquellos padres que un día fueron maravillosos y aquellos hermanos que un día fueron odiosos, empiezan a convertirse en la razón de nuestra existencia, se convierte al fin en nuestro pilar, nuestra reserva de energía aunque al mismo tiempo también suponen la razón principal de nuestra infelicidad cuando sufren, en definitiva, nos agarramos a nuestras raíces y núcleo de identidad personal y cultural.
Algo muy muy muy bonito: el redescubrimiento de nuestros hermanos, aquellos que nos molestaban cuando eran pequeños y a los que acudíamos cuando nuestros amiguitos no querían jugar con nosotros, como comodín... se convierten en nuestros mejores amigos, aunque es mucho más profundo que una amistad lo que nos ata a ellos.
Nuestros hermanos, sobre todo desde la distancia que los pueda separar si hubiera un cambio de domicilio, como es mi caso, se convierten, en nuestras amistades incondicionales, nuestros protegidos creándose un vínculo que genera un sentimiento imposible de definir con nuestra lengua, que no con nuestra mirada y nuestra expresión al hablar ese tipo de amor.
Al final, la familia es lo que queda, la familia y el amor incondicional de nuestras parejas, si la hay, qué bonito crecer y madurar sin más remedio... que redescubrir el AMOR.